Fríos haces de luz blanca iluminaban las naves de la catedral de San Patricio durante el oficio matinal en aquel día helado de cuaresma. Sentado en un banco, Salvador Dalí se arrebujó en su abrigo de auténtica piel de leopardo. Hojeaba distraídamente un pequeño misal que camuflaba una edición de época del Justine del Marqués de Sade, iluminada con ilustraciones pornográficas de deliciosa naivité, mientras oía, como música de fondo, la salmodia del mecánico oficio del cura irlandés, intentando así provocarse un cierto estado de excitación que le condujera a un suave éxtasis místico en el momento de la eucaristía.
Pero no se concentraba. Su estómago en
ayunas le molestaba con un sordo ardor, achacable a la adulteración del
champagne presuntamente francés del que había abusado en la cena de la noche
anterior.
Cerró los ojos encomendándose a Santa
Teresa. Imaginó a la santa según el modelo del éxtasis de Bernini, arrojada por
los suelos. Los faldones de su hábito se arremolinaban dejando descubiertos sus
bellos muslos femeninos enfundados en relucientes medias de cristal. Y en el
liguero...ese broche: la mosca de oro y esmeraldas. Pero no conseguía
visualizarlo con la nitidez suficiente para conseguir cierto arrobamiento. ¿
Acaso fallaba en algo su aparato místico paranoico de delirante neocatolicismo?
¿Qué le separaba de la santidad? Algo le molestaba. Se sentía observado.
Abrió los ojos. Apenas un puñado de madres
de policía dispersas por los bancos casi vacíos de la iglesia ante él. Con
disimulo, volvió imperceptiblemente la cabeza dirigiendo la mirada sobre su
hombro derecho. Ahí estaban.
Una mujer menuda, de edad mediana pero
aspecto de ser intemporalmente anciana, le miraba fijamente desde detrás de sus
gafas de concha sonriéndole beatíficamente. Escudado tras la mujer de mirada
penetrante, a su lado, un joven que parecía su clon le lanzaba nerviosas miraditas furtivas.
Les había visto antes. El joven había llamado especialmente su atención.
Aparte de ser el único varón no entrado en años que frecuentaba aquellas
desérticas misas, siempre junto a aquella mujer a la que tanto se parecía, su aspecto deplorable le causaba una mezcla
de repulsión y ternura.
Era un tipo escuchimizado con enormes gafas
de pasta. Su pelo grasiento y ralo era extrañamente incoloro, como su piel
macilenta y sebácea, con el rostro cruelmente horadado por las erupciones de un
acné persistente. Una nariz bulbosa, similar a la de un payaso pero mortecínamente
blancuzca, contradecía la flaccidez general que emanaba de su figura.
Dalí sabía por su actitud que desde el
primer momento le había reconocido, manteniéndose apartado con visible timidez.
Pero el espionaje de esta mañana comenzaba a enojarlo.
Aferró su bastón de mango de marfil y dejó
que una santa cólera le inundara por haber sido turbado en su recogimiento. Se
puso en pie y se deslizó ceremoniosamente por la fila de bancos hasta quedar
frente a la pareja.
-
Joven, acompáñeme.
El joven pálido empalideció aún más y se
incorporó titubeando de forma tan torpe que hubiera caído si la mano de la
mujer anciana no lo hubiera apoyado suave pero firmemente, empujándolo a seguir
al airado Dalí. Este se desplazó hasta la nave lateral, parándose bajo un
chorro de fría luz que se filtraba por los ventanales, mientras el patético
joven caía temblando ante él, apoyando su espalda en un confesionario.
-¿Quien
es usted? ¿Qué quiere de mí? – preguntó el pintor autoritario. Sus finos
bigotes, enhiestos como antenas. temblaban imperceptiblemente, sus ojos
brillaban terribles.
La voz aflautada y afeminada del joven sonó
especialmente chillona por efecto del miedo al responder:
-
Me llamo Andrew, ella es Julia Warhola, mi madre.
-
Eres un niño que viene a misa con mamá. Te llamas Andy.
-
Si, si...muy bien...Andy...soy dibujante...diseñador gráfico...me dieron un
premio... he hecho escenografías...obras de teatro...de aficionados...tengo
una exposición en una
librería...Serendipity...
- ¿
Serendipity , diseñador, escenografía? Todo esto tiene el aura de la sodomía.
¿Tú...?
-
Si.
La cólera de Dalí se desvanecía. Había algo
tan blando en la actitud humilde del marica blancuzco que hacía pensar en la
mantequilla. Y lo que más deseaba el vacío estómago de Salvador Dalí era una
tostada con mantequilla. Lo miró y deseó untarlo en una rebanada de pan y
engullirlo. Un suave afecto se apoderó de él.
Los ojos llorosos de Andy brillaron con una
repentina determinación y se elevaron por primera vez hasta los de Salvador.
-
Quiero ser artista.
-
Me lo temía.
-
Vengo de Pittsburg , una horrible ciudad de provincias. De una familia pobre.
Soy feo. Y quiero ser famoso. Como tú.
Ayúdame. Sálvame de la mediocridad. ¿Qué tengo que hacer?
El deseo de abofetear a aquel merengue,
reprimido por hallarse
en
suelo sagrado, estaba dando paso a una emoción totalmente desconocida para el
corazón del catalán: la compasión.
Mientras escudriñaba extrañado esta
sensación desconocida en lo profundo de su corazón, se formaba otro pequeño
milagro. En el exterior salía el sol. El lechoso chorro de luz bajo el que se
encontraba Salvador fue tomando un tinte cálido, amarillento. Su abrigo de
leopardo comenzó a relumbrar, bañándole en una atmósfera de oro.
Después de todo, él, el réprobo, el
sacrílego, el blasfemo, se encontraba bañado en la luz de la santidad. El
tacaño ampurdanés, transido del fervor de la caridad, daría a ese mísero
espantajo un secreto más valioso que la piedra filosofal, guiado por su santa
piedad.
Posó su mano reconfortantemente paternal
sobre el hombro del joven y le dijo:
-
Pequeño Andy, te comprendo. También yo fui alguna vez un joven provinciano y
escuchimizado. Por eso sé lo que tienes que hacer. Buscas la fama, rodéate de
ella. Eres un fantoche, conviértete en un fantasma. Haz fuerza de tu debilidad.
Tu pelo es descolorido, cómprate una peluca blanca. Y esa nariz...
-
Me la voy a operar.
-
Muy bien, chico, muy bien.
Abrió mucho los ojos, como solo sabía hacer
él.
-
Si no puedes ser natural, sé artificial.
Ambos quedaron en silencio unos instantes,
mirándose fijamente.
-
Bendígame, maestro.
Los
ojos del joven aspirante se llenaron de lágrimas. Agachó la cabeza con
sumisión.
Salvador improvisó emocionado unos gestos levantando las manos
con el falso misal y el bastón, cruce de bendición papal y pase de manos de
prestidigitador.
Durante la conversación, el cura había
procedido rutinariamente al ritual sacramental de la eucaristía y ahora las
voces desafinadas y chirriantes de las madres de los policías irlandeses de la
ciudad de Nueva York entonaban un himno invitando a la comunión.
Con solemne lentitud, transido de santa
gloria, casi levitando, Salvador Dalí se volvió dando la espalda al discípulo y
se encaminó por el pasillo central hacia el altar, mientras Andy Warhol se
derrumbaba en la capilla lateral dando las gracias a una estatua de la Virgen
María y Julia Warhola, que había contemplado la escena sin perder detalle desde
la distancia, prorrumpía en lágrimas de emoción.