La Reconstrucción del Edén- Capítulo 2-La Salvación de Andy


    
 Fríos haces de luz blanca iluminaban las naves de la catedral de San Patricio durante el oficio matinal en aquel día helado de cuaresma. Sentado en un banco, Salvador Dalí se arrebujó en su abrigo de auténtica piel de leopardo. Hojeaba distraídamente un pequeño misal que camuflaba una edición de época del Justine del Marqués de Sade, iluminada con ilustraciones pornográficas de deliciosa naivité,  mientras oía,  como música de fondo, la salmodia del mecánico oficio del cura irlandés, intentando así provocarse un cierto estado de excitación que le condujera a un suave éxtasis místico en el momento de la eucaristía.

    Pero no se concentraba. Su estómago en ayunas le molestaba con un sordo ardor, achacable a la adulteración del champagne presuntamente francés del que había abusado en la cena de la noche anterior.
   Cerró los ojos encomendándose a Santa Teresa. Imaginó a la santa según el modelo del éxtasis de Bernini, arrojada por los suelos. Los faldones de su hábito se arremolinaban dejando descubiertos sus bellos muslos femeninos enfundados en relucientes medias de cristal. Y en el liguero...ese broche: la mosca de oro y esmeraldas. Pero no conseguía visualizarlo con la nitidez suficiente para conseguir cierto arrobamiento. ¿ Acaso fallaba en algo su aparato místico paranoico de delirante neocatolicismo? ¿Qué le separaba de la santidad? Algo le molestaba. Se sentía observado.
   Abrió los ojos. Apenas un puñado de madres de policía dispersas por los bancos casi vacíos de la iglesia ante él. Con disimulo, volvió imperceptiblemente la cabeza dirigiendo la mirada sobre su hombro derecho. Ahí estaban.

   Una mujer menuda, de edad mediana pero aspecto de ser intemporalmente anciana, le miraba fijamente desde detrás de sus gafas de concha sonriéndole beatíficamente. Escudado tras la mujer de mirada penetrante, a su lado, un joven que parecía su clon  le lanzaba nerviosas miraditas furtivas.
   Les había visto antes. El joven  había llamado especialmente su atención. Aparte de ser el único varón no entrado en años que frecuentaba aquellas desérticas misas, siempre junto a aquella mujer a la que tanto se parecía,  su aspecto deplorable le causaba una mezcla de repulsión y ternura.
   Era un tipo escuchimizado con enormes gafas de pasta. Su pelo grasiento y ralo era extrañamente incoloro, como su piel macilenta y sebácea, con el rostro cruelmente horadado por las erupciones de un acné persistente. Una nariz bulbosa, similar a la de un payaso pero mortecínamente blancuzca, contradecía la flaccidez general que emanaba de su figura.

   Dalí sabía por su actitud que desde el primer momento le había reconocido, manteniéndose apartado con visible timidez. Pero el espionaje de esta mañana comenzaba a enojarlo.
   Aferró su bastón de mango de marfil y dejó que una santa cólera le inundara por haber sido turbado en su recogimiento. Se puso en pie y se deslizó ceremoniosamente por la fila de bancos hasta quedar frente a la pareja.
- Joven, acompáñeme.

   El joven pálido empalideció aún más y se incorporó titubeando de  forma  tan torpe que hubiera caído si la mano de la mujer anciana no lo hubiera apoyado suave pero firmemente, empujándolo a seguir al airado Dalí. Este se desplazó hasta la nave lateral, parándose bajo un chorro de fría luz que se filtraba por los ventanales, mientras el patético joven caía temblando ante él, apoyando su espalda en un confesionario.

-¿Quien es usted? ¿Qué quiere de mí? – preguntó el pintor autoritario. Sus finos bigotes, enhiestos como antenas. temblaban imperceptiblemente, sus ojos brillaban terribles.
   La voz aflautada y afeminada del joven sonó especialmente chillona por efecto del miedo al responder:
- Me llamo Andrew, ella es Julia Warhola, mi madre.
- Eres un niño que viene a misa con mamá. Te llamas Andy.
- Si, si...muy bien...Andy...soy dibujante...diseñador gráfico...me dieron un premio... he hecho escenografías...obras de teatro...de aficionados...tengo una  exposición en una librería...Serendipity...
- ¿ Serendipity , diseñador, escenografía? Todo esto tiene el aura de la sodomía. ¿Tú...?
-      Si.
   La cólera de Dalí se desvanecía. Había algo tan blando en la actitud humilde del marica blancuzco que hacía pensar en la mantequilla. Y lo que más deseaba el vacío estómago de Salvador Dalí era una tostada con mantequilla. Lo miró y deseó untarlo en una rebanada de pan y engullirlo. Un suave afecto se apoderó de él.
   Los ojos llorosos de Andy brillaron con una repentina determinación y se elevaron por primera vez hasta los de Salvador.
- Quiero ser artista.
- Me lo temía.
- Vengo de Pittsburg , una horrible ciudad de provincias. De una familia pobre. Soy feo. Y quiero ser famoso. Como tú.  Ayúdame. Sálvame de la mediocridad. ¿Qué tengo que hacer?

   El deseo de abofetear a aquel merengue, reprimido por hallarse
en suelo sagrado, estaba dando paso a una emoción totalmente desconocida para el corazón del catalán: la compasión.
   Mientras escudriñaba extrañado esta sensación desconocida en lo profundo de su corazón, se formaba otro pequeño milagro. En el exterior salía el sol. El lechoso chorro de luz bajo el que se encontraba Salvador fue tomando un tinte cálido, amarillento. Su abrigo de leopardo comenzó a relumbrar, bañándole en una atmósfera de oro.
   Después de todo, él, el réprobo, el sacrílego, el blasfemo, se encontraba bañado en la luz de la santidad. El tacaño ampurdanés, transido del fervor de la caridad, daría a ese mísero espantajo un secreto más valioso que la piedra filosofal, guiado por su santa piedad.
   Posó su mano reconfortantemente paternal sobre el hombro del joven y le dijo:

- Pequeño Andy, te comprendo. También yo fui alguna vez un joven provinciano y escuchimizado. Por eso sé lo que tienes que hacer. Buscas la fama, rodéate de ella. Eres un fantoche, conviértete en un fantasma. Haz fuerza de tu debilidad. Tu pelo es descolorido, cómprate una peluca blanca. Y esa nariz...
- Me la voy a operar.
- Muy bien, chico, muy bien.
    Abrió mucho los ojos, como solo sabía hacer él.
- Si no puedes ser natural, sé artificial.
   Ambos quedaron en silencio unos instantes, mirándose fijamente.
- Bendígame, maestro.
Los ojos del joven aspirante se llenaron de lágrimas. Agachó la cabeza con sumisión.
   Salvador improvisó  emocionado unos gestos levantando las manos con el falso misal y el bastón, cruce de bendición papal y pase de manos de prestidigitador.

   Durante la conversación, el cura había procedido rutinariamente al ritual sacramental de la eucaristía y ahora las voces desafinadas y chirriantes de las madres de los policías irlandeses de la ciudad de Nueva York entonaban un himno invitando a la comunión.
   Con solemne lentitud, transido de santa gloria, casi levitando, Salvador Dalí se volvió dando la espalda al discípulo y se encaminó por el pasillo central hacia el altar, mientras Andy Warhol se derrumbaba en la capilla lateral dando las gracias a una estatua de la Virgen María y Julia Warhola, que había contemplado la escena sin perder detalle desde la distancia, prorrumpía en lágrimas de emoción.